Los olores de mi infancia son los de la chacra de mis
abuelos. La madera del nogal, las uvas pasadas colgando de los racimos y las
abejas bailando alrededor de ellas. El agua de la acequia en los tachos de
pintura, los almohadones de los sillones del patio, las sábanas almidonadas de
las camas. El ropero, el baño, la toalla del baño, la boina de mi abuelo, el
sillón y su polvillo, la grasa del galpón, el oxido de los tornillos en los
frasquitos de crema de porcelana. La sopa de garbanzos, los fideos de mi
abuela. El metal de las cucharitas. El tomate triturado los días de hacer
salsa. Los caramelos de coco.
Mi abuelo rara vez hablaba, tenía ojos hermosos y seguro que
por eso las palabras no estaban de su lado. Mi abuela, que hablaba -aunque
siempre con cautela, nos cantaba canciones de su tierra, nos daba chocolate
amargo cuando sabíamos pedírselo al oído. La abuela además nos curaba de casi
todos nuestros dolores, su remedio era infalible: un té y una aspirina. Con eso
se eliminaba el dolor de panza, de cabeza, la sueñitis y también la mañositis.
No hace mucho tiempo me estaba quejando por algún dolor, mi
mamá me dijo que me tome una aspirina, pero yo no quise. “Cuando eras chica tu
abuela te daba una, disuelta en una cucharita con un poco de azúcar, un té, y
se te pasaba todo”, replicó. Yo me quede callada porque tenía razón. Lo único
que pude decir, bajito y casi para adentro, es que, en verdad, mi abuela nos
curaba con su amor.
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