miércoles, 19 de marzo de 2014

Acerca del cuidado II

Los olores de mi infancia son los de la chacra de mis abuelos. La madera del nogal, las uvas pasadas colgando de los racimos y las abejas bailando alrededor de ellas. El agua de la acequia en los tachos de pintura, los almohadones de los sillones del patio, las sábanas almidonadas de las camas. El ropero, el baño, la toalla del baño, la boina de mi abuelo, el sillón y su polvillo, la grasa del galpón, el oxido de los tornillos en los frasquitos de crema de porcelana. La sopa de garbanzos, los fideos de mi abuela. El metal de las cucharitas. El tomate triturado los días de hacer salsa. Los caramelos de coco.
Mi abuelo rara vez hablaba, tenía ojos hermosos y seguro que por eso las palabras no estaban de su lado. Mi abuela, que hablaba -aunque siempre con cautela, nos cantaba canciones de su tierra, nos daba chocolate amargo cuando sabíamos pedírselo al oído. La abuela además nos curaba de casi todos nuestros dolores, su remedio era infalible: un té y una aspirina. Con eso se eliminaba el dolor de panza, de cabeza, la sueñitis y también la mañositis.
No hace mucho tiempo me estaba quejando por algún dolor, mi mamá me dijo que me tome una aspirina, pero yo no quise. “Cuando eras chica tu abuela te daba una, disuelta en una cucharita con un poco de azúcar, un té, y se te pasaba todo”, replicó. Yo me quede callada porque tenía razón. Lo único que pude decir, bajito y casi para adentro, es que, en verdad, mi abuela nos curaba con su amor. 

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